Razones para evitar el desperdicio alimentario: entre la economía y la conciencia social
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el desperdicio alimentario es “la disminución del valor y calidad de los alimentos destinados al consumo humano que ocurre a lo largo de las cadenas de suministro de alimentos, desde la producción agrícola hasta la etapa final de consumo”. Estas desvalorizaciones o mermas pueden deberse a múltiples causas, como manipulación o almacenamiento inadecuados, la sobreproducción, las fechas de caducidad vencidas, la falta de demanda o las preferencias del consumidor.
Así es que las pérdidas se generan en toda la cadena de producción alimentaria, en la distribución y en el consumo. En este último apartado, el que afecta directamente al consumidor, cabe destacar el desajuste entre lo que se compra y lo que se necesita, el exceso de variedad y cantidad de la oferta, un envasado fallido en forma y/o tamaño, el margen de la vida útil del producto y la confusión entre qué significa fecha de consumo preferente y caducidad, un error sobre el que la Mesa de Participación y Asociación de Consumidores (MPAC) lleva años llamando la atención por su evidente relevancia en muchos aspectos de la cadena alimentaria.
Concretamente, según datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación de España, en nuestro país las carnes congeladas, las salsas, el café y las infusiones, las legumbres, las sopas, cremas y caldos son las categorías de productos alimentarios más desperdiciadas en los hogares.
Y todo ello en un contexto, como es sabido, en el que los recursos naturales del planeta soportan un elevado estrés motivado, en gran medida, por la intervención humana; en el que frenar el desperdicio alimentario implica, entre otras cosas, reducir esa presión, mejorar la seguridad alimentaria y minimizar el impacto ambiental asociado con la producción de alimentos que nunca llegan a ser consumidos.
Dos caras de la misma moneda
Nos encontramos, por tanto, ante una cuestión compleja que involucra tanto aspectos éticos y sociales como consideraciones económicas. Ambas perspectivas se complementan entre sí y beben de otras variables tan necesarias como el consumo responsable y la gestión eficiente de los alimentos en toda la cadena de suministro.
En un mundo en el que una parte importante de la población sufre de hambre y malnutrición, desechar alimentos viables resulta una práctica claramente injusta que agrava las desigualdades sociales. En el caso de los países desarrollados, evitar el desperdicio equivale a fomentar la planificación de comidas, dirigiéndose paulatinamente hacia una alimentación más saludable. También incentiva una cultura de consumo responsable y una conciencia de responsabilidad tanto individual como colectiva. Es decir, en general, se trata de preocupaciones éticas que entroncan con la protección de la biodiversidad antes mencionada: agotamiento de recursos, emisión de gases de efecto invernadero -los alimentos en descomposición liberan metano y sustancias nocivas- y degradación del suelo y el agua.
También entra en juego la sostenibilidad, ya que evitar el desperdicio alimentario es fundamental para lograr una producción y consumo sostenibles, aprovechar al máximo los recursos disponibles y minimizar el impacto negativo en el medio ambiente, en línea con los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU.
Sin ir más lejos, la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, la primera regulación sobre esta materia promulgada en España y aprobada en 2022, señalaba como una de sus motivaciones el “imperativo ético que tienen los poderes públicos de reducir drásticamente el volumen de pérdidas y desperdicio alimentario, en consonancia con las grandes líneas del Gobierno de justicia social, protección ambiental y crecimiento económico. Es una obligación también para todos los operadores de la cadena, y una tarea que debe implicar al conjunto de la sociedad”.
Esta ley incide igualmente en la necesidad de “orientar hacia un sistema de producción más eficiente, que enfoque al desarrollo de una economía circular”. Es decir, la economía es la otra cara de la misma moneda porque este fenómeno representa una pérdida económica significativa para los hogares, las empresas, los países y la economía global. Para los primeros, evitarlo implica un uso más eficiente del presupuesto familiar. Empresas y productores verán mejorar su rentabilidad y, a nivel macroeconómico, ayuda a estabilizar los precios de los alimentos y mejorar la seguridad alimentaria.
Normativas al margen, lo cierto es que el desperdicio alimentario es una realidad que convive entre nosotros, como también lo es el hecho de que los recursos naturales son finitos y que no hay otra solución que seguir apostando por la producción y el consumo responsables y, por ende, por la reducción e incluso la completa erradicación del desperdicio alimentario. Aparentemente, la sociedad está convencida de ello y su compromiso es cada vez mayor. Un compromiso que, al menos desde el punto de vista de la MPAC, implica un análisis profundo de todas las variables que lo provocan, de manera que todas ellas entiendan que la colaboración es imprescindible y el beneficio común.